jueves, 19 de noviembre de 2009

POR LA LIBERTAD DE JOSE ANTONIO

El caudillo Franco caminaba presto, convencido de su autoridad, portando en su uniforme el yugo y las flechas usurpados años atrás al mismo muerto al que precisamente pretendía rendirle homenaje en el Valle. Ese fue un momento grande para la memoria del difunto. No por la visita del general generalísimo. No porque se conmemorase a lo grande su recuerdo lapidario. Ese fue un día grande porque los falangistas, con camisas azules, con camisas negras, dieron la espalda al pequeño gran hombre haciendo girar al tiempo a toda la formación que rendía honores.

En la vida sólo nacen con honores reconocidos los pertenecientes a la monarquía, y esto puede ser debido a que la consanguinidad les puede impedir ganarlos en justa lid. Pero los que tenemos la sangre roja hemos de ganarnos a pulso esa mítica y ridícula creencia del derecho al honor, algo que durante muchos años nos lleva por la calle de la amargura hasta que, ya maduros, nos damos cuenta que el concepto del honor se ha disuelto en nuestros días paseando por ellos con más pena que gloria. Sin embargo, para Francisco Franco el honor era algo fundamental, se trataba de un elemento con el que atar bien atados los fasces y controlar así el sentimiento patrio impuesto a toque de imperio militar. Por eso aquél día los falangistas le pudieron en lo moral, porque le dieron la espalda jugando con los honores, como con ellos jugó también el valiente que gritó “¡Traidor!”, siendo consciente que con ello el honor tocado del general podría acabar de un plumazo con su honor gritado.

En la cárcel de Alicante, tras la orden de abrir fuego, las balas salieron de los fusiles sin piedad, atravesando el aire en busca del cuerpo de un revolucionario de una revolución no acabada, ni tan siquiera apenas empezada, o como escribió Gustavo Morales “La revolución pendiente”. Se podía haber evitado que las balas llegaran a su destino no dejando que aquellos soldados apretasen el gatillo, pero era mejor consentir, mirar hacia otro lado, echar la culpa al enemigo y crear un mártir sobre cuya tumba poder encaramarse para hacer ver mejor quién era ahora el revolucionario jefe.

José Antonio, Franco. Franco, José Antonio. El binomio no es binomio, sino dicotomía, porque Franco quería ser José Antonio, pero el revolucionario nunca pretendió ser Franco. Alterar los estados de conciencia hasta convencer a las masas de que se hereda una revolución no es un delito, pero si paranoia pura de lo que se quiere ser y no se es. Por eso al caudillo le dieron donde más le podía doler, al ofrecerle la espalda, al gritarle traidor, en ese sentido del honor que él pensaba había heredado de Heredia el mismo día que lo fusilaron, como si el alma del muerto hubiese escapado por el agujero hecho en su cuerpo por una de las balas, cuyo origen tan bien conocía el dueño del Pazo, y se hubiese transmutado en un nuevo ser, el reconvertido revolucionario Bahamonde.

Llegado un nuevo 20-N claman unos falangistas, aclarando que son auténticos, por la libertad perdida del difunto José Antonio. Y claman, y reclaman, porque entienden que las proclamas del revolucionario no han de equipararse, ni pueden, a las del general generalísimo, y menos se las puede manipular hasta el punto de continuar conmemorando conjuntamente la muerte de ambos dos. En todo caso, nada se sabe de que en el manifiesto exhibido a costa de esta pretensión se haga mención alguna al esfuerzo realizado por los médicos que atendieron a Franco para que su muerte coincidiera con la fecha de la del revolucionario. Incluso me atrevería a decir que haber liquidado al general generalísimo el 20-N, y enterrarlo junto al revolucionario, fue la culminación póstuma de los anhelos de un hombre por querer parecerse a quien no pudo ser, como si al hacerlo él también pasara a formar parte de ese espacio exclusivo reservado en el Universo para los grandes. En realidad, sin pretender ofender a nadie, y desde un punto de vista meramente literario, casi se dan todos los elementos para conformar una novela gay. Y hablando de gays, esto me recuerda que Pedro J. Ramírez me cita en su libro El Desquite alegando que “Javier Bleda se peina con gomina para parecerse a José Antonio”. Fue una lástima que Franco no tuviera pelo delantero suficiente como para saber si el bueno de Pedro J. hubiese escrito lo mismo de él, porque ya hubiera sido el colmo.

Pues bien, yo también me sumo a la propuesta de liberar la memoria de José Antonio de unas cadenas que lo mantienen atado históricamente a la figura de Franco. Nadie homenajearía al mismo tiempo a ejecutor y ejecutado. Bastante debe tener el espíritu del revolucionario vagando por las noches en Cuelgamuros, con el general generalísimo a su lado, sin parar de escucharle hablar sobre lo bien que ha ejercido de falangista progre durante cuarenta años. Efectivamente, como sabiamente manifiesta el manifiesto de Falange Auténtica, la visión joseantoniana de la vida distaba mucho de la que el caudillo sugería a sus súbditos. Y como nada hay que equipare a uno con el otro, ni en ideas, ni en formas, ni tan siquiera en lo esencial, justo es reclamar que se deslinden unos caminos que se unieron a la fuerza y se mantuvieron así fruto de la costumbre y el derecho de paso adquirido con los años. Claro que, ya puestos, el revolucionario seguramente tampoco estaría muy de acuerdo con el hecho de que su querida Falange fuera primero violada por el consentidor de su muerte y luego, después de ultrajada, cortada en pedazos por unos postreros seguidores que compiten por ser herederos de un legado ideológico que, en realidad, pertenece a todos aquellos que sigamos pensando en la revolución pendiente. Defender que no puede haber dos españas, pero sí varias falanges, es como defender que el caudillo fue un santo, y eso solo pasa en el Palmar. A este respecto sería interesante recordar lo escrito por el profesor de Sociología de la Complutense de Madrid, Ignacio Sánchez-Cuenca: “Los acontecimientos de los últimos años han mostrado que nuestro Estado de derecho no sólo está excesivamente manoseado, sino que además ha quedado vapuleado por sus más aguerridos defensores”. Algo así pasa con la Falange de José Antonio, vapuleada y manoseada precisamente por los que más la quieren.

Y luego Ynestrillas, mi amigo Ricardo Sáenz de Ynestrillas, que se ha propuesto acabar con los ultras que visitan su blog a base de publicar una suerte de poemas que parecen sacados del cuaderno de apuntes nocturnos de la mesita de noche del general generalísimo: “No escribir nunca nada que no rime conmigo / y decirme, modesto: ah, mi pequeño amigo, / que te basten las flores, las frutas y las hojas /siempre que en tu jardín sea donde las recojas”. ¡Dios mío! Alguien debería hablar con Ricardo.

Ynestrillas se alinea aguerridamente del lado de los que manifiestan en su manifiesto la libertad póstuma de José Antonio. Y yo le apoyo. Y no sólo por amistad entre hombres (la última vez que nos vimos creo que fue en un concurrido café de Chueca), sino porque creo que tiene razón al exigir nuevas armas para nuevos tiempos.

La celebración del 20-N es esperpéntica hasta el punto de parecer una concentración de loteros, porque en realidad lo que une a todo el mundo ese día es que compra lotería que, tal vez por la sobrecarga de simbología ultra, es manipulada por los servicios inteligentes para que no toque nunca. Y por si fuera poco los antifascistas, que este año estarán crecidos por la sentencia del caso Palomino. Y entre ellos podría estar mi propio hijo, quien gusta lucir estética extrema de antifascista, posiblemente porque ha salido tan revolucionario como su padre. Y entre los loteros y los antifascistas un escenario con entrañables ancianos manifestando su propio manifiesto sobre la unidad de España, la cobardía del Rey, no sé cuántas cosas más de Zapatero y un play back del cara al Sol porque ya no tienen energía ni para cantarlo. Todo ello después de haber obsequiado a los presentes con una hermosa loa interminable a Franco, José Antonio, los Reyes Católicos y hasta el propio Cid Campeador.

Eduardo Toledano, el que en vida fuera el alma mater de los ex combatientes, se me quejaba de Ynestrillas porque le hacía la competencia en la plaza de San Juan de la Cruz. “Este muchacho vale mucho”, me decía, “pero el muy jodido no tiene paciencia para que poco a poco lo convirtamos en el líder que tiene que ser”. Y ya está, tampoco me decía mucho más de Ricardo porque inmediatamente pasaba a hablarme de su auténtica pasión, las mujeres. Tal vez por eso nos llevábamos tan bien. Pero si ahora Eduardo estuviera vivo le preguntaría cómo puede uno presentarse el 20-N a defender unos ideales cuando, en nombre de esos mismos ideales, un chiquillo militar mató a otro más chiquillo que él sin venir a cuento. En nombre del fascismo mató uno y en nombre del antifascismo murió el otro. Ridícula la postura del primero, que llegó a decir en el juicio que patriota es el que se alegra de que gane la selección española de fútbol (sic). Triste la muerte del segundo, como todas las muertes, pero ésta más si cabe por el hecho de haberse dado entre niños que nada saben ni del fascismo ni del antifascismo, porque con sus actitudes lo que conseguían era que los extremos se tocasen hasta el punto de no poder distinguir lo uno de lo otro. Y el fiscal Javier Zaragoza empeñado en perseguir la asociación de los unos ignorando la violencia de los otros, haciendo como que no va con él, ni con el sistema, la obligación de educar a los jóvenes en la convivencia pacífica en un mundo del que nos acabamos de enterar que es redondo y que las patrias deben ir dejando lugar a la Humanidad.

Recuerdan los falangistas auténticos en su manifiesto que a José Antonio no le gustaría ver dos españas enfrentadas. Pues entonces mejor que se quede en la tumba soportando los paseos nocturnos con Franco, porque España, los españoles, no hemos aprendido nada de la Historia, de nuestra Historia. Fascistas y comunistas. Azules y rojos. Eran los años 30 del siglo pasado. Y todavía seguimos con lo mismo. Con un presidente del Gobierno que nos engañó con su sonrisa y su talante y que sigue pensando que los españoles son más que tontos. Con un líder de la oposición incapaz de controlar su propio partido y contagiado por la estrategia del “Y tú más” de los socialistas.
Seguimos con una España dividida y subdividida. Dividida en dos grandes bandos a partes iguales, de izquierda y derecha. Subdividida en ridículas aldeas autonómicas que claman el estatuto de nación teniendo un grupo terrorista y un presidente de club de fútbol como máximos exponentes de sus pretensiones. Seguimos con una España en la que cada día nuestros políticos nos muestran su peor cara, la de gente que se cree por encima del bien y del mal cuya única finalidad es descabalgar al adversario, poco importan los problemas reales y urgentes del pueblo. ¿Y queremos que no existan fascistas y antifascistas? Somos nosotros, los mayores, nacidos después del odio de la guerra y la post guerra, los que no hemos encontrado solución para la reconciliación, ni para la nuestra ni para la de nuestros descendientes. Mi hijo podía haber sido Carlos Palomino, el antifascista muerto. Y cualquiera de nosotros podía haber terminado cualquier día como Josué Estébanez, el fascista vivo.
Franco y José Antonio. Fascistas y antifascistas. Sí o no al 20-N. Derechas o izquierdas. PP o PSOE. Una España o muchas. Demasiadas preguntas. Que cada cual haga lo que quiera, pero conviviendo en paz, como también escribió Gustavo Morales, el otrora controvertido jefe nacional de Falange y también mi amigo: “De la protesta a la propuesta”. En todo caso, como en el fondo de lo que hablamos es de ideas patrias, me quedo con lo escrito por Maruja Torres en El País Semanal: “Están afortunadamente los sueños que nos sueñan, y que a veces nos dan patrias que no necesitamos defender, porque van y vienen y constituyen un regalo infinito, un territorio vago y múltiple en el que somos mejores y del que, al despertar, emergemos quizá con la tristeza de haber finalizado el viaje, pero indudablemente enriquecido nuestro avituallamiento para el día”.